Pablo Vaca - Hasta 1985 era posible ver a Los Redondos tocando en un pub para no más de 100 personas. Por ejemplo, en el viejo Stud, de Libertador y Pampa. O en La Esquina del Sol,
en Gurruchaga y Guatemala. El público se componía básicamente de
jóvenes modernosos al tanto de “lo último”, que podían ser tanto Soda
Stereo y Sumo como Depeche Mode o The Cure. Probablemente
universitarios, de cómodo pasar. Buena ropa y raros peinados nuevos. Y
algunas sustancias para consumir, claro. Habían pasado la adolescencia
bajo la dictadura y no querían límites. Por su parte, la banda venía de
La Plata y pese a abrevar en el hippismo de los ‘70, tenía un look bien new wave:
el Indio (con bigotes y no totalmente pelado) usaba siempre camisa,
corbata finita y pantalones cargo, y Skay... también. En los shows tal
vez subía Luca Prodan a cantar un rato, Enrique Symms (que editaba Cerdos & Peces)
recitaba y las Bay Bisquits (Vivi Tellas, Fabiana Cantilo e Isabel de
Sebastián) podían oficiar de coristas. En fin, que ver a Los Redondos
era ser parte de la movida.
Para 1988 esa escena ya era un pasado irrepetible. Patricio Rey y sus muchachos habían devenido, de manera difícil de comprender y más aún de explicar, fenómeno popular. Tanto, que ya todo el mundo sabía que Patricio Rey era sólo producto de la imaginación de la banda.
En 1984 habían editado su primer disco, Gulp!, lleno de joyitas como La bestia pop o Ñam fri fruli fali fru. Allí quedaba en claro su propuesta musical: rock’n roll de riffs afilados, una voz muy especial al frente y letras nada sencillas. Pero fue en 1986, con su segundo álbum, Oktubre, cuando pegaron el salto definitivo a la masividad: ahí estaba Ji Ji Ji, el tema que hasta hoy cierra los shows de Solari, el que dice “no lo soñé, los ojos ciegos bien abiertos...” Definitivamente, por unos de esos prodigios que suceden de tanto en tanto entre un artista y su época, todo calzó.
La música, en primer lugar. No era pretenciosa, a diferencia de mucho de lo que había compuesto el establishment rockero argentino hasta entonces. Se podía bailar, tenía estribillos propios de cancha de fútbol. Se prestaba a la catarsis. La imagen, después: estos eran tipos grandes, que ya habían vivido unas cuantas, y eso es lo que se le pide al líder de la manada. Y la actitud, claro. Los Redondos eran independientes. Producían sus propios discos y sus propios shows. No transaban con la industria. Ni siquiera daban reportajes. Eran inmaculados en varios sentidos.
Y cuando todo cuajó, la gente los amó. En diciembre de 1989, diez días después de llenar dos Obras, tocaron en el campo de hockey del mismo club ante 25 mil fanáticos. No faltaron entonces quienes, nostálgicos de la exclusividad, acusaran al grupo de traición, de haberse “vendido” a la popularidad.
Lo cierto es que ya nadie pudo detener la bola de nieve. De batir récords en Obras pasaron a Huracán (1993), a Racing (1998) y a River (2000). Literalmente no había estadio en la Argentina que les alcanzara.
En 1984 habían editado su primer disco, Gulp!, lleno de joyitas como La bestia pop o Ñam fri fruli fali fru. Allí quedaba en claro su propuesta musical: rock’n roll de riffs afilados, una voz muy especial al frente y letras nada sencillas. Pero fue en 1986, con su segundo álbum, Oktubre, cuando pegaron el salto definitivo a la masividad: ahí estaba Ji Ji Ji, el tema que hasta hoy cierra los shows de Solari, el que dice “no lo soñé, los ojos ciegos bien abiertos...” Definitivamente, por unos de esos prodigios que suceden de tanto en tanto entre un artista y su época, todo calzó.
La música, en primer lugar. No era pretenciosa, a diferencia de mucho de lo que había compuesto el establishment rockero argentino hasta entonces. Se podía bailar, tenía estribillos propios de cancha de fútbol. Se prestaba a la catarsis. La imagen, después: estos eran tipos grandes, que ya habían vivido unas cuantas, y eso es lo que se le pide al líder de la manada. Y la actitud, claro. Los Redondos eran independientes. Producían sus propios discos y sus propios shows. No transaban con la industria. Ni siquiera daban reportajes. Eran inmaculados en varios sentidos.
Y cuando todo cuajó, la gente los amó. En diciembre de 1989, diez días después de llenar dos Obras, tocaron en el campo de hockey del mismo club ante 25 mil fanáticos. No faltaron entonces quienes, nostálgicos de la exclusividad, acusaran al grupo de traición, de haberse “vendido” a la popularidad.
Lo cierto es que ya nadie pudo detener la bola de nieve. De batir récords en Obras pasaron a Huracán (1993), a Racing (1998) y a River (2000). Literalmente no había estadio en la Argentina que les alcanzara.
De manera paralela, otro fenómeno se había ido gestando. Poco a poco, el público de Los Redondos comprendió que era también protagonista y, como las hinchadas de fútbol, reclamó su lugar bajo las luces. Se enamoraron de su propio fenómeno, de ellos mismos. Así nacieron las misas ricoteras. El pogo más grande del mundo.
Cuando sobrevino la separación del grupo (un divorcio mal avenido entre el Indio y Skay), en 2001, y la gente decidió que iba a quedarse, al menos respecto de la masividad, con papá Solari, esos encuentros anuales y en el interior del país entre decenas de miles de fanáticos pasaron a convertirse en rituales ineludibles, parte de una liturgia a la que respetar.
Las reuniones de la tribu ricotera implicaron entonces ceremonias iguales a sí mismas, por más que fueran en Salta, Mendoza o Gualeguaychú. Todas esas ciudades se vieron “tomadas” un fin de semana por una multitud equivalente o mayor a su propia cantidad de habitantes. El famoso fenómeno de masas.
Llegados a dedo o en avión, siempre con sus remeras negras y con la posibilidad clara del desborde, como finalmente sucedió en Olavarría este sábado. Eran cada vez más, porque como buena religión, la ricotera fue evangelizando a la mayor cantidad de creyentes posible.
Para los fieles más fanáticos, la doctrina indicó también, como lo que se vive en Brasil con el Carnaval, que el encuentro anual con el Indio era zona liberada para los excesos. Que allí se iba a por todo, a lo que el cuerpo aguantara. Y ahí nuevamente el fenómeno ricotero se cruza con el fútbol y demuestra su profunda raíz popular: en la semi darwiniana cultura del aguante, que no implica la supervivencia del más apto sino la del más fuerte. Que no es lo mismo, ojo.
Cuando sobrevino la separación del grupo (un divorcio mal avenido entre el Indio y Skay), en 2001, y la gente decidió que iba a quedarse, al menos respecto de la masividad, con papá Solari, esos encuentros anuales y en el interior del país entre decenas de miles de fanáticos pasaron a convertirse en rituales ineludibles, parte de una liturgia a la que respetar.
Las reuniones de la tribu ricotera implicaron entonces ceremonias iguales a sí mismas, por más que fueran en Salta, Mendoza o Gualeguaychú. Todas esas ciudades se vieron “tomadas” un fin de semana por una multitud equivalente o mayor a su propia cantidad de habitantes. El famoso fenómeno de masas.
Llegados a dedo o en avión, siempre con sus remeras negras y con la posibilidad clara del desborde, como finalmente sucedió en Olavarría este sábado. Eran cada vez más, porque como buena religión, la ricotera fue evangelizando a la mayor cantidad de creyentes posible.
Para los fieles más fanáticos, la doctrina indicó también, como lo que se vive en Brasil con el Carnaval, que el encuentro anual con el Indio era zona liberada para los excesos. Que allí se iba a por todo, a lo que el cuerpo aguantara. Y ahí nuevamente el fenómeno ricotero se cruza con el fútbol y demuestra su profunda raíz popular: en la semi darwiniana cultura del aguante, que no implica la supervivencia del más apto sino la del más fuerte. Que no es lo mismo, ojo.
Fuente: Clarin