Los libros se queman usando cognac francés como acelerante.
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El escritor Dagur Hjartarson y el artista Ragnar Helgi Olafsson crearon Tunglio, que publica tiradas de 69 ejemplares y en noches de Luna llena... y quema el sobrante en una performance.
La forma en que se publica es tan importante como lo que se publica. Tunglio –que significa “luna”– es una pequeña editorial islandesa que considera que editar libros se parece más a un acto artístico que a un modelo de negocios. Sólo lanzan tiradas limitadas de 69 ejemplares y en noches de Luna llena. Lo original –aunque sea una palabra desacreditada hace tiempo– es que venden los libros editados esa misma noche. Los que no fueron comprados son quemados a fuego lento en una performance que combina belleza y destrucción. La idea “ecológica” de los editores de Tunglio, el escritor Dagur Hjartarson y el artista Ragnar Helgi Olafsson, se opone al hecho de crear cientos de libros para que después de su exhibición en librerías terminen guardados en cajas. “Mientras que la mayoría de los libros pueden sobrevivir siglos o incluso milenios, Tunglio usa toda la energía de la publicación en unas pocas horas. Por una noche gloriosa, el libro y su autor están completamente vivos. Y luego, a la mañana siguiente, todos pueden continuar con sus vidas”, explican los editores esta acción, que puede interpretarse como una sátira sobre cómo funciona el mercado editorial.
Hace tres años, Hjartarson y Olafsson estaban discutiendo sobre algunos manuscritos prometedores que sabían que languidecían inéditos y comenzaron a formular un plan para darlos a conocer. Pero después decidieron también que deberían “hacerlos desaparecer”. Los excéntricos creadores de esta curiosa editorial islandesa afirman: “Tunglio no es un negocio, por lo que no hay un modelo comercial”. Aunque esta dupla creativa confiesa que tiende a no tomarse demasiado en serio las reglas del juego, admite que su forma de editar puede parecer satírica, más allá de la naturaleza artística de sus quemas de libros. En su única incineración fuera de Islandia, en Basilea (Suiza), tuvo dificultades para convencer a los lugareños de que se trataba de “un acto poético, no político”. Los editores aseguran que queman los libros “con mucho cuidado y respeto, utilizando solo coñac francés de primer grado para ayudar a alimentar las llamas”. Y aclaran que las quemas “no tienen nada que ver con la historia, la censura o la política”. En la historia cultural del último siglo, la quema de libros remite a dos genocidios. Uno sucedió la noche del 10 de mayo de 1933, cuando miles de integrantes de la juventud nazi, profesores y hombres de las SS y las SA, quemaron unos 25 mil libros en una hoguera pública en Berlín. La destrucción de un millón y medio de libros y revistas editados por el CEAL (Centro Editor de América Latina), quemados en un terreno baldío de la localidad de Sarandí, en la provincia de Buenos Aires, el 26 de junio de 1980, durante la última dictadura cívico-militar, fue 60 veces más grande que la quema nazi del ‘33.
La forma en que se publica es tan importante como lo que se publica. Tunglio –que significa “luna”– es una pequeña editorial islandesa que considera que editar libros se parece más a un acto artístico que a un modelo de negocios. Sólo lanzan tiradas limitadas de 69 ejemplares y en noches de Luna llena. Lo original –aunque sea una palabra desacreditada hace tiempo– es que venden los libros editados esa misma noche. Los que no fueron comprados son quemados a fuego lento en una performance que combina belleza y destrucción. La idea “ecológica” de los editores de Tunglio, el escritor Dagur Hjartarson y el artista Ragnar Helgi Olafsson, se opone al hecho de crear cientos de libros para que después de su exhibición en librerías terminen guardados en cajas. “Mientras que la mayoría de los libros pueden sobrevivir siglos o incluso milenios, Tunglio usa toda la energía de la publicación en unas pocas horas. Por una noche gloriosa, el libro y su autor están completamente vivos. Y luego, a la mañana siguiente, todos pueden continuar con sus vidas”, explican los editores esta acción, que puede interpretarse como una sátira sobre cómo funciona el mercado editorial.
Hace tres años, Hjartarson y Olafsson estaban discutiendo sobre algunos manuscritos prometedores que sabían que languidecían inéditos y comenzaron a formular un plan para darlos a conocer. Pero después decidieron también que deberían “hacerlos desaparecer”. Los excéntricos creadores de esta curiosa editorial islandesa afirman: “Tunglio no es un negocio, por lo que no hay un modelo comercial”. Aunque esta dupla creativa confiesa que tiende a no tomarse demasiado en serio las reglas del juego, admite que su forma de editar puede parecer satírica, más allá de la naturaleza artística de sus quemas de libros. En su única incineración fuera de Islandia, en Basilea (Suiza), tuvo dificultades para convencer a los lugareños de que se trataba de “un acto poético, no político”. Los editores aseguran que queman los libros “con mucho cuidado y respeto, utilizando solo coñac francés de primer grado para ayudar a alimentar las llamas”. Y aclaran que las quemas “no tienen nada que ver con la historia, la censura o la política”. En la historia cultural del último siglo, la quema de libros remite a dos genocidios. Uno sucedió la noche del 10 de mayo de 1933, cuando miles de integrantes de la juventud nazi, profesores y hombres de las SS y las SA, quemaron unos 25 mil libros en una hoguera pública en Berlín. La destrucción de un millón y medio de libros y revistas editados por el CEAL (Centro Editor de América Latina), quemados en un terreno baldío de la localidad de Sarandí, en la provincia de Buenos Aires, el 26 de junio de 1980, durante la última dictadura cívico-militar, fue 60 veces más grande que la quema nazi del ‘33.
El
procedimiento de quemar libros, para los editores islandeses, tiene que
ver con la política del libro en sí. Los libros que publica Tunglio son
definidos por sus propios editores como “no convencionales” y
“difíciles de clasificar”, como Cuban Diary de Oskar Arni Oskarsson, un
reconocido maestro de la prosa corta, con un don para resaltar lo
surreal en las circunstancias más cotidianas que nació el 3 de octubre
de 1950 en Reikiavik, la capital islandesa; o Letters from Bhutan, de
Olafsson. “El libro impreso es un objeto democrático”, plantean los
editores, pero uno es “empujado a los márgenes” ya que algunos editores
están tratando de salvar el libro “convirtiéndolo en un artículo de
lujo”; un objeto deseable apreciado por su valor comercial en lugar de
su contenido. Se les podría objetar que las tiradas tan escasas y la
eliminación de los libros no vendidos son poco democráticas porque
imposibilitan o clausuran el acceso. Pero ellos advierten que
“democrático no significa abundancia ilimitada o suministro ilimitado de
algo, sino que debe significar un proceso justo”. Sus libros son
baratos, no se pueden reservar por adelantado y nadie puede colarse en
sus eventos. “Todos son bienvenidos”, confirman y reconocen que hacer
que sus libros sean escasos es fundamental.
Hjartarson y Olafsson no temen mostrarse como contradictorios. “Hay una contradicción en el centro de las cosas –subrayan– y así es con Tunglio.” Los dos tienen una relación amor-odio con los libros que “luchan por la permanencia”. Escribir un libro es, para algunos escritores, un ilusorio intento de inmortalidad. Tunglio, que promete salvar a sus autores de esta ilusión, proporciona una especie de liberación. “La energía del acto editorial se condensa y amplifica. Una gran cantidad de espera, dudas y preocupaciones y autopromoción simplemente se elimina”, dicen. “Tratamos de mantenernos fieles a cierta lógica, pero esta es la lógica de un poema, no de la prosa”. Y es difícil hacer que un poema rinda cuentas.
El ritual de quemar libros en las noches de Luna llena sucede en Islandia, un país de poco más de 320.000 habitantes en el que uno de cada diez islandeses publica un libro a lo largo de su vida; y que siente devoción por el único Nobel de Literatura, Halldor Laxness (1902-1998). El 93 por ciento de la población compra mínimo una novela por año y más de la mitad compra al menos ocho títulos. “Todo el mundo tiene un libro en su estómago”, dicen. Los escritores reciben un sueldo del Estado, que actualmente con los descuentos es de 2400 euros al mes, para que puedan escribir tranquilamente por un período que puede ser de tres, seis, nueve meses o un año y en algunos casos excepcionales se prolonga hasta dos años. En ese contexto, Tunglio pone el dedo en la médula de una dialéctica radical: la destrucción también es un arte, y, paradójicamente, el combustible de la creación.
Hjartarson y Olafsson no temen mostrarse como contradictorios. “Hay una contradicción en el centro de las cosas –subrayan– y así es con Tunglio.” Los dos tienen una relación amor-odio con los libros que “luchan por la permanencia”. Escribir un libro es, para algunos escritores, un ilusorio intento de inmortalidad. Tunglio, que promete salvar a sus autores de esta ilusión, proporciona una especie de liberación. “La energía del acto editorial se condensa y amplifica. Una gran cantidad de espera, dudas y preocupaciones y autopromoción simplemente se elimina”, dicen. “Tratamos de mantenernos fieles a cierta lógica, pero esta es la lógica de un poema, no de la prosa”. Y es difícil hacer que un poema rinda cuentas.
El ritual de quemar libros en las noches de Luna llena sucede en Islandia, un país de poco más de 320.000 habitantes en el que uno de cada diez islandeses publica un libro a lo largo de su vida; y que siente devoción por el único Nobel de Literatura, Halldor Laxness (1902-1998). El 93 por ciento de la población compra mínimo una novela por año y más de la mitad compra al menos ocho títulos. “Todo el mundo tiene un libro en su estómago”, dicen. Los escritores reciben un sueldo del Estado, que actualmente con los descuentos es de 2400 euros al mes, para que puedan escribir tranquilamente por un período que puede ser de tres, seis, nueve meses o un año y en algunos casos excepcionales se prolonga hasta dos años. En ese contexto, Tunglio pone el dedo en la médula de una dialéctica radical: la destrucción también es un arte, y, paradójicamente, el combustible de la creación.
Fuente: Página 12