Un paraje de clima denso, amparado por su nombre. Cierta tensión
permanente sucede entre los treinta vecinos que están a la vera de una
estación de tren abandonada. Ahí vive, ahora, el último Heavy, un
personaje que dejó de estudiar, se hizo ermitaño y planta melones.
Melones pesados, pesados...
No está Bruce Dickinson ni los muchachos de Horcas por ahí. Tampoco hay una horda de pelilargos tomando cerveza en cada esquina. No hay gente haciendo cuernitos con la mano. Nada de eso. Apenas un cartelito indica en el kilómetro 125 de la Ruta Nacional 7 cómo llegar a Heavy. El nombre da para reflexiones profundas sobre los diversos motivos que hicieron que ese paraje se llamase así. Heavy. Una estética musical, una concepción de vida marginal convertida en paraje campestre. Sin embargo, no hay metáfora posible para describir la desolación: Heavy es apenas una calle de tierra. Una sola, de tierra roja. Y en alguna casa alejada se escucha cumbia, con las ventanas abiertas a un mundo negro.
Heavy tiene cinco casas escondidas entre arbustos que no dejan ver el monte; y la poca gente que está a la vista de todo, desaparece de las sombras cuando algún foráneo osa pisar Heavy sin avisar. Aun si avisa, la presencia de extraños no es bienvenida. Heavy es más bien un ghetto. Y hay algo de cierto en su nombre: Heavy es un lugar pesado. No precisamente por lo que uno se imagina: cierta tensión permanente con los treinta vecinos transmite esa sensación de estar siendo mirados.
Después de sortear algunos alambres de púa, de esquivar algunas plantaciones de soja y otras yerbas, uno puede acercarse a la estación de trenes de Heavy. La parada dice: Heavy, con el clásico cartel. Pero el tren ya pasó. Le pasó por encima a Heavy. Era una línea que iba por el costado de la Ruta 7 desde Luján hasta Junín. Tal vez iba más lejos. Cerca de la casilla de la estación, un pibe sale al cruce.
–Está paseando... –dice sin interrogar.
–Estoy... –contesto.
–Ah, qué bueno.
–¿Sos de acá?
–Sí. Yo soy Heavy.
A mí me gusta un poco más el rock’n’roll. Antes era más heavy, pero el tiempo me hizo rock-pop. También escucho reggae, música étnica, con un poco de alcohol el dance... Pero no es momento de contrariarlo al hombre que mira de forma desafiante. No hay muchos lugares por donde escapar. Sería al menos simpática una convención donde, antes de presentarse, uno tenga que decir qué música gusta escuchar.
–En serio, soy Heavy. Mire (y muestra la cédula que llevaba en su billetera). Leandro Heavy me llamo.
Pienso, como creen muchos vecinos de Heavy, que es una broma. Leandro Heavy invita a pasar a su estación (reconvertida en casa), y cuando se da vuelta se observa el mango de un facón que sale de su gran cinturón campestre. Leandro Heavy cuenta, en breves instantes, su vida: la estación lleva el nombre de su tatarabuelo Patrick Heavy. Vivía en Pilar (un lugar pop, como a 100 kilómetros de Heavy), estudiaba Comercio exterior (todavía más pop) en Luján, pero hace poco su familia recuperó los terrenos fiscales que colindaban con la estación de Heavy, donde paraba el tren. Así que Leandro Heavy vive en el pueblo desde hace seis meses. Dejó de estudiar, se dedica a plantar melones, se convirtió en ermitaño.
Se hizo su apellido.
Eso les pasa un poco a todos los Heavy’s que llegan a vivir a Heavy. Le pasó al tío de Leandro Heavy, que se había instalado en la estación tiempo atrás. De hecho, su tío se separó de la mujer, se vino al pueblo, se convirtió en huraño y se hizo motoquero. Hace poco estuvo en el octavo encuentro de motos de Mercedes. Nada más parecido a un Heavy.
Leandro cuenta su historia como la sabe. O como se la acuerda. Dice que Patrick Heavy fue un irlandés que llegó a principios de siglo, a quien el Estado nacional le dio 2 mil hectáreas en la zona de Heavy (obvio, no se llamaba así antes de que Patrick Heavy llegara) y otras mil hectáreas para explotar la zona de Junín. La descendencia se encargó de hacer desaparecerlas posesiones. Leandro Heavy muestra unos libros de Cultura y tradición irlandesa y señala el apellido Heavy mencionado entre los primeros “colonos”, como tratando de certificar que todo lo dicho es cierto. Los vecinos de Heavy no le creen, algunos de los que se esconden cuando ven llegar autos forajidos.
Que los Heavy hayan recuperado el único trozo de tierra que les quedaba en la zona –hay diversos indicios sobre la pérdida, pero ninguna información verdaderamente pesada– tiene que ver, curiosamente, con la donación que Patrick Heavy hizo hace un siglo. Eran apenas diez hectáreas para instalar la estación. Clausurado el ferrocarril hace ya como veinte años, los Heavy’s recuperaron la tierra. Muchos de los que habitan la zona trabajan en las plantaciones de soja. Otros son tamberos. El asunto es que con los caminos de tierra, si llueve, hay días en que no pueden llegar hasta la ruta. Cuatro kilómetros separan a Heavy de la moderna ruta.
A cincuenta metros de la estación se encuentra el Club de Defensores de Heavy, y no se trata exactamente de una agrupación pro-Judas Priest, encargada de llamar a las radios para que pasen Metallica o Megadeth. El Club de Defensores de Heavy es un club de barrio (sin barrio), que todavía tiene pintadas las ventanillas de “Entradas”, a donde se juntaban a jugar o a bailar los pibes de los alrededores de Heavy hasta que el lugar quedó en manos del verdadero “Heavy” del pueblo. Leandro Heavy cuenta que hay un vecino que le hace la guerra (escucha cumbia): es uno de los más viejos del lugar, capaz de deslizar todo tipo de comentarios capciosos sobre estos Heavy’s recién llegados. Es un enemigo pesado.
Por eso, Leandro todavía no conoce el interior del club donde jamás imaginó un show de V8. Apenas se acerca a la escuela de Heavy (las cinco maestras y sus cuatro escolares se ponen contentas cuando nace un nuevo niño, porque en unos años van a tener un alumnito). Allí no se enseñan acordes de quinta de corte trashero, ni a encender los amplificadores, ni a probar con los distorsionadores, ni a mover la cabeza (preferentemente de pelos largos); nada de eso.
La escuela de Heavy está que se derrumba. En cambio, la casa de Leandro está comenzando a resplandecer. Su esperanza es hacer de su estación un paraje para turistas, un lugar donde comerse un buen asado, un espacio para descansar de tantos densos trajines cotidianos. Leandro Heavy está pensando en hacer un festival de música homónima, piensa poner todos los parlantes en volumen once (como en Spinal Tap) y hacer que exploten por el aire las plantas de soja que merodean el lugar. Habrá que ver, como sucede en estos casos, si los vecinos se la bancan.
No está Bruce Dickinson ni los muchachos de Horcas por ahí. Tampoco hay una horda de pelilargos tomando cerveza en cada esquina. No hay gente haciendo cuernitos con la mano. Nada de eso. Apenas un cartelito indica en el kilómetro 125 de la Ruta Nacional 7 cómo llegar a Heavy. El nombre da para reflexiones profundas sobre los diversos motivos que hicieron que ese paraje se llamase así. Heavy. Una estética musical, una concepción de vida marginal convertida en paraje campestre. Sin embargo, no hay metáfora posible para describir la desolación: Heavy es apenas una calle de tierra. Una sola, de tierra roja. Y en alguna casa alejada se escucha cumbia, con las ventanas abiertas a un mundo negro.
Heavy tiene cinco casas escondidas entre arbustos que no dejan ver el monte; y la poca gente que está a la vista de todo, desaparece de las sombras cuando algún foráneo osa pisar Heavy sin avisar. Aun si avisa, la presencia de extraños no es bienvenida. Heavy es más bien un ghetto. Y hay algo de cierto en su nombre: Heavy es un lugar pesado. No precisamente por lo que uno se imagina: cierta tensión permanente con los treinta vecinos transmite esa sensación de estar siendo mirados.
Después de sortear algunos alambres de púa, de esquivar algunas plantaciones de soja y otras yerbas, uno puede acercarse a la estación de trenes de Heavy. La parada dice: Heavy, con el clásico cartel. Pero el tren ya pasó. Le pasó por encima a Heavy. Era una línea que iba por el costado de la Ruta 7 desde Luján hasta Junín. Tal vez iba más lejos. Cerca de la casilla de la estación, un pibe sale al cruce.
–Está paseando... –dice sin interrogar.
–Estoy... –contesto.
–Ah, qué bueno.
–¿Sos de acá?
–Sí. Yo soy Heavy.
A mí me gusta un poco más el rock’n’roll. Antes era más heavy, pero el tiempo me hizo rock-pop. También escucho reggae, música étnica, con un poco de alcohol el dance... Pero no es momento de contrariarlo al hombre que mira de forma desafiante. No hay muchos lugares por donde escapar. Sería al menos simpática una convención donde, antes de presentarse, uno tenga que decir qué música gusta escuchar.
–En serio, soy Heavy. Mire (y muestra la cédula que llevaba en su billetera). Leandro Heavy me llamo.
Pienso, como creen muchos vecinos de Heavy, que es una broma. Leandro Heavy invita a pasar a su estación (reconvertida en casa), y cuando se da vuelta se observa el mango de un facón que sale de su gran cinturón campestre. Leandro Heavy cuenta, en breves instantes, su vida: la estación lleva el nombre de su tatarabuelo Patrick Heavy. Vivía en Pilar (un lugar pop, como a 100 kilómetros de Heavy), estudiaba Comercio exterior (todavía más pop) en Luján, pero hace poco su familia recuperó los terrenos fiscales que colindaban con la estación de Heavy, donde paraba el tren. Así que Leandro Heavy vive en el pueblo desde hace seis meses. Dejó de estudiar, se dedica a plantar melones, se convirtió en ermitaño.
Se hizo su apellido.
Eso les pasa un poco a todos los Heavy’s que llegan a vivir a Heavy. Le pasó al tío de Leandro Heavy, que se había instalado en la estación tiempo atrás. De hecho, su tío se separó de la mujer, se vino al pueblo, se convirtió en huraño y se hizo motoquero. Hace poco estuvo en el octavo encuentro de motos de Mercedes. Nada más parecido a un Heavy.
Leandro cuenta su historia como la sabe. O como se la acuerda. Dice que Patrick Heavy fue un irlandés que llegó a principios de siglo, a quien el Estado nacional le dio 2 mil hectáreas en la zona de Heavy (obvio, no se llamaba así antes de que Patrick Heavy llegara) y otras mil hectáreas para explotar la zona de Junín. La descendencia se encargó de hacer desaparecerlas posesiones. Leandro Heavy muestra unos libros de Cultura y tradición irlandesa y señala el apellido Heavy mencionado entre los primeros “colonos”, como tratando de certificar que todo lo dicho es cierto. Los vecinos de Heavy no le creen, algunos de los que se esconden cuando ven llegar autos forajidos.
Que los Heavy hayan recuperado el único trozo de tierra que les quedaba en la zona –hay diversos indicios sobre la pérdida, pero ninguna información verdaderamente pesada– tiene que ver, curiosamente, con la donación que Patrick Heavy hizo hace un siglo. Eran apenas diez hectáreas para instalar la estación. Clausurado el ferrocarril hace ya como veinte años, los Heavy’s recuperaron la tierra. Muchos de los que habitan la zona trabajan en las plantaciones de soja. Otros son tamberos. El asunto es que con los caminos de tierra, si llueve, hay días en que no pueden llegar hasta la ruta. Cuatro kilómetros separan a Heavy de la moderna ruta.
A cincuenta metros de la estación se encuentra el Club de Defensores de Heavy, y no se trata exactamente de una agrupación pro-Judas Priest, encargada de llamar a las radios para que pasen Metallica o Megadeth. El Club de Defensores de Heavy es un club de barrio (sin barrio), que todavía tiene pintadas las ventanillas de “Entradas”, a donde se juntaban a jugar o a bailar los pibes de los alrededores de Heavy hasta que el lugar quedó en manos del verdadero “Heavy” del pueblo. Leandro Heavy cuenta que hay un vecino que le hace la guerra (escucha cumbia): es uno de los más viejos del lugar, capaz de deslizar todo tipo de comentarios capciosos sobre estos Heavy’s recién llegados. Es un enemigo pesado.
Por eso, Leandro todavía no conoce el interior del club donde jamás imaginó un show de V8. Apenas se acerca a la escuela de Heavy (las cinco maestras y sus cuatro escolares se ponen contentas cuando nace un nuevo niño, porque en unos años van a tener un alumnito). Allí no se enseñan acordes de quinta de corte trashero, ni a encender los amplificadores, ni a probar con los distorsionadores, ni a mover la cabeza (preferentemente de pelos largos); nada de eso.
La escuela de Heavy está que se derrumba. En cambio, la casa de Leandro está comenzando a resplandecer. Su esperanza es hacer de su estación un paraje para turistas, un lugar donde comerse un buen asado, un espacio para descansar de tantos densos trajines cotidianos. Leandro Heavy está pensando en hacer un festival de música homónima, piensa poner todos los parlantes en volumen once (como en Spinal Tap) y hacer que exploten por el aire las plantas de soja que merodean el lugar. Habrá que ver, como sucede en estos casos, si los vecinos se la bancan.
La nota fue publicada en el Suplemento NO de Página 12 el jueves 28 de abril de 2005.