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jueves, 6 de agosto de 2020

Una vez hubo un loco lindo, combativo, futbolero y metalero

El fútbol modesto argentino, conocido popularmente como el ascenso, es una fuente inagotable de encuentros en estadios con gradas de tablones de madera, ídolos de barrio y grandes historias de vida. Darío Dubois fue, posiblemente, el más especial de los jugadores de este fútbol que no acarrea grandes titulares, pero que se vive con infinita pasión.

El popularmente conocido como ascenso argentino engloba a la segunda división y, especialmente, a las subsiguientes categorías del fútbol del país austral. Se trata de un espectáculo ajeno a los fichajes millonarios, a los estadios imponentes y a las comodidades de la Primera División, pero que se vive con mucha pasión y congrega a miles de personas cada fin de semana en el, posiblemente, país más futbolero del mundo.

Entre el barro, los cortes de luz, los escupitajos de la barra y la falta de agua caliente en los vestuarios se ha conformado con el paso del tiempo una liturgia repleta de historias de grandes partidos y jugadores legendarios. Un fútbol que vive alejado de las primeras páginas de los diarios, pero que ha engendrado a verdaderos ídolos de las villas y los barrios de Argentina. El indiscutible primero de todos, Tomás Felipe Carlovich, apodado “El Trinche”, futbolista de talla casi mitológica; pero también otros más recientes como los goleadores José Luis "Garrafa" Sánchez, Daniel Bazán Vera, Silvio Carrario o Damián Akerman.

All Boys, Ferro Carril Oeste, Aldosivi, Deportivo Español, Deportivo Morón, Almirante Brown, Defensores de Belgrano, Sacachispas, Juventud Unida, Cipolleti, Dock Sud, Sportivo Italiano, Excursionistas, El Porvenir… La lista de equipos con nombres carismáticos es infinita y, en un mundo cada vez más globalizado, el ascenso es una fuente inagotable de historias de vida, sueños de potrero y construcción de identidades e imaginarios locales.

Darío Dubois fue uno de esos héroes del ascenso. Quizás el más especial de todos. Un obrero del fútbol que nunca llegó a la élite, pero que dejó su impronta en absolutamente todos los campos por los que pasó.

Darío Dubois fue uno de esos héroes del ascenso. Quizás el más especial de todos. Un obrero del fútbol que nunca llegó a la élite, pero que dejó su impronta en absolutamente todos los campos por los que pasó. Rústico defensa central, caudillo del área, fue conocido por sus excentricidades en el campo y, fuera de él, por su compañerismo, su inteligencia y su capacidad para mostrar las miserias que sufren los jugadores que no salen por televisión.

La presencia de Dubois no dejaba indiferente a nadie. Alto y melenudo, su pasión por el black metal le llevó a realizar la máxima locura que se ha visto en el fútbol argentino: saltar al campo con la cara pintada al estilo de grupos noruegos de heavy metal como Mayhem o Dimmu Borgir. Lo hizo por primera vez cuando jugaba en Ferrocarril Midland para disputar un clásico contra Argentino de Merlo y lo repitió 16 veces hasta que se lo prohibió la AFA. “Lo hago porque me da polenta. Me pinto, salgo para guerrear y los mato a los rivales. Algunos hasta se asustan”, dijo al respecto en una entrevista para el Diario Olé.

Dubois comenzó a jugar en el Club Social y Deportivo Yupanqui de la ciudad de Buenos Aires, en 1994, y después vistió las camisetas de Atlético Lugano, Midlan, Deportivo Riestra, Laferrere, Cañuelas y Victoriano Arenas de Valentín Alsina. Se retiró en 2005, obligado, porque no pudo costearse una operación tras romperse el cruzado. De hecho, el fútbol no le alcanzaba para vivir, era su segundo empleo. Trabajaba como técnico de sonido en diversos clubs y lideraba una banda (de rock, por supuesto).

“Un payaso que se pinta la cara, pero que se mata por la camiseta”. A lo largo de sus más de 10 años de trayectoria, Dubois se convirtió en el máximo exponente de la denominada cultura del ascenso; aquellos jugadores que, según se dice en Argentina, juegan por el “sanguche y la coca” (el sándwich y la Coca-Cola). Es decir, que juegan por el mero placer y la satisfacción de hacerlo.

Sin embargo, su vida de futbolista estuvo salpicada de las presiones genuinas del fútbol argentino. En 1995, cuando jugaba en Lugano, una empresa patrocinaba al equipo y se encargaba de pagar 40 pesos adicionales a los jugadores por partido ganado. El equipo de Dubois llevaba tres victorias seguidas pero la empresa no había aflojado el dinero, por lo que el defensa pasó a la acción. Al partido siguiente, frente a Acassuso, decidió llevarse cinta aisladora negra para tapar el patrocinador serigrafiado en el pecho de su camiseta. Pero se le olvidó y, nada más salir del vestuario y como había llovido, tras fingir que se santiguaba agarró barro del césped y se tapó la publicidad. “La camiseta quedó toda cubierta de barro. El sponsor se cagaba de risa de nosotros y no nos pagaba. Yo, con esa guita, viajaba”, relató.

Dubois se convirtió en el máximo exponente de la denominada cultura del ascenso; aquellos jugadores que juegan por el “sanguche y la coca”.

En otra ocasión, jugando con Midland contra Excursionistas, el árbitro le mostró la segunda amarilla y, cuando le sacó la roja, se le cayeron 500 pesos del bolsillo. Dubois se tiró al suelo, agarró el dinero y salió corriendo al vestuario. “Me seguían todos: el árbitro, los jugadores, el cuerpo técnico… Adentro de la manga le dije al juez: este es el premio que vos me sacas por echarme. Pero al final se lo terminé devolviendo porque me querían suspender 20 fechas”.


"Lo conocí por seguir el fútbol de ascenso y por amigos en común. Un muchacho muy trabajador y sano. Nunca le vi tomando alcohol. Recuerdo que en una final por mantener la categoría entre Victoriano Arenas y Liniers jugada en Villegas, a Darío lo putearon durante todo el partido. «¡¡Sos del barrio, andá para atrás hijo de puta!!». Lo volvieron loco y así todo fue uno de los mejores juegos de su carrera. Al final lo aplaudieron todos", dice el periodista Marcelo Massarino. "Darío siempre fue un tipo noble, leal con sus amigos, con todos los grupos que integró y principalmente, con sus convicciones".

Más que payasada, pintarse la cara era una gesta política. Recordemos, en aquellos años, por ejemplo, que Daniel Pasarella, entrenador de la selección nacional, no citaba jugadores con pelo largo, arito y mucho menos, gays.

En 2003, Dubois denunció que un dirigente de Juventud Unida le había ofrecido dinero por dejarse ganar y así conseguir él acceder a la reelección en una localidad de la provincia de Buenos Aires. Una vez terminado el partido, lo primero que hizo Dubois fue buscar los micrófonos: "Juan José Castro, presidente de Juventud Unida, nos ofreció plata para perder, para que ellos ganen y él pueda entrar en una reelección de San Miguel. Jugamos gratis e igual queremos ganar. Rata inmunda".

“No me gusta jugar. Lo hago porque es muy competitivo y me entreno mucho. No como carne roja, no fumo, no tomo alcohol ni drogas. Nunca lo hice. Además, la poca plata que gano me ayuda. Mi posición económica es desastrosa”, contó en otra entrevista, y se definió como “un payaso que se pinta la cara, pero que se mata por la camiseta”.

Todos estos episodios generaron la enemistad de entrenadores y directivos, pero la popularidad del jugador creció como la espuma entre el periodismo y los incipientes foros de hinchas que aparecían en Internet. Pero como buen roquero que era, su vida acabó pronto. El 2 de marzo de 2008, a los 37 años, recibió dos disparos en un asalto en La Matanza, un conglomerado urbano del Gran Buenos Aires en el que viven más de 2 millones de personas, un 40% de ellos pobres, con 114 villas miseria y más de la mitad de sus calles sin asfaltar. Pese a que fue socorrido de inmediato, las balas que recibió en el estómago y en una pierna obligaron a que fuera operado 8 veces, pero ni ahí se rindió Dubois. Falleció finalmente el 17 de marzo, hace ahora 12 años.

Fuente: Panenka